Nací el mismo día que Mark Twain y Winston Churchill, pero de momento no se me nota. A los diez años quería ser Michael Jordan. A los trece Akira Toriyama. A los dieciséis Silvio Rodríguez. No fui ninguno de los tres. Estudié Bellas Artes sin estar seguro, que es como se estudian las cosas. Pinté, vendí, expuse, y hasta me premiaron. De Velázquez aprendí que sólo se dibuja con la mano lo que se domina con el cerebro. Pasó el tiempo, se me secaron los pinceles y encendí una cámara. Hice cortos, publicidad, videoclip, documental. Escribí una tesis doctoral para averiguar por qué Steven Spielberg era un genio, y descubrí que cada plano le importa. Admiro a Buster Keaton, a Ferran Adrià, al economista Thomas Sowell, a la poeta Wislawa Szymborska y al arquitecto Jørn Utzon. Todos buena gente. Estoy de acuerdo con Antonio Escohotado cuando dice que “la vocación es lo único que nos salva de la falta de paradero y la avidez de novedades, de la trivialidad, de la banalidad de ser sólo piel o barniz de las cosas”.